Exhalación
26 mins to read
6734 words

Durante mucho tiempo se ha dicho que el aire (que otros llaman argón) es la fuente de la vida. Pero lo cierto es que no es así, en absoluto, y grabo estas palabras para explicar cómo llegué a comprender la verdadera fuente de la vida y, a modo de corolario, los motivos por los que la vida tocará un día a su fin.



Durante la mayor parte de la historia, la afirmación que postula que extraemos vida del aire fue tan obvia que no había necesidad de ratificarla. Cada día consumimos dos pulmones enteros de aire; cada día nos sacamos del pecho los vacíos y los sustituimos por otros llenos. Si una persona es descuidada y deja que el nivel de aire disminuya en exceso, siente la pesadez de las extremidades y una necesidad creciente de rellenarlos. Es tremendamente raro que una persona sea incapaz de conseguir como mínimo un repuesto de pulmón antes de que el par instalado se vacíe; en las desafortunadas ocasiones en las que así sucede —cuando alguien se encuentra atrapado y no puede moverse, sin nadie cerca que lo asista—, muere a los pocos segundos de quedarse sin aire.



Pero en el curso habitual de la vida, nuestra necesidad de aire está lejos de nuestros pensamientos, y de hecho muchos dirían que satisfacer tal necesidad es la menos importante a la hora de acudir a las estaciones de llenado. Porque las estaciones de llenado son el espacio principal para la conversación social, los lugares de donde extraemos sustancia tanto emocional como física. Todos guardamos recambios de pulmones llenos en nuestras casas, pero cuando uno está solo, el acto de abrirnos el pecho y sustituirnos los pulmones puede antojarse poco más que una tarea cansina. En compañía de otros, en cambio, se convierte en una actividad comunitaria, un placer compartido.



Si uno está excesivamente ocupado o se siente poco sociable, puede limitarse a coger un par de pulmones llenos, instalárselos y dejar los vacíos en la otra punta de la habitación. Si uno tiene unos minutos libres, es cortesía elemental conectar los pulmones vacíos a un dispensador de aire y rellenarlos para la siguiente persona. Pero la práctica más extendida, con diferencia, consiste en quedarse y pasar un rato en compañía de otros, comentar las noticias del día con amigos o conocidos y, de paso, ofrecer pulmones recién rellenados a nuestro interlocutor. Si bien esto, quizá, no puede considerarse compartir aire en el sentido más estricto, sí se deriva una camaradería de la consciencia de que todo nuestro aire proviene de la misma fuente, dado que los dispensadores no son más que los terminales visibles de tuberías que se extienden desde el reservorio de aire alojado en lo más hondo del subsuelo, el gran pulmón del mundo, la fuente de todo nuestro alimento.



Se devuelven muchos pulmones a la misma estación de llenado al día siguiente, pero tantos otros circulan por otras estaciones cuando la gente visita distritos vecinos; los pulmones son idénticos en apariencia, cilindros lisos de aluminio, de manera que no se puede distinguir si un pulmón en concreto ha estado siempre cerca de casa o si ha recorrido largas distancias. Y de la misma forma que los pulmones pasan de persona a persona y de distrito a distrito, pasan las noticias y los cotilleos. De este modo, se pueden recibir noticias de distritos remotos, incluso de aquéllos en la mismísima frontera del mundo, sin necesidad de salir de casa, aunque personalmente disfruto viajando. He recorrido el camino que va hasta la frontera del mundo y he visto el muro de cromo sólido que se extiende desde tierra firme hasta el cielo infinito.



Fue en una de las estaciones de llenado donde oí por primera vez los rumores que motivaron mi investigación y me condujeron a mi definitiva iluminación. Comenzó de manera bastante inocente, con un comentario del pregonero público de nuestro distrito. En el mediodía del primer día de cada año, es tradición que el pregonero recite un pasaje en verso, una oda compuesta hace mucho para esta celebración anual, que tarda en recitarse exactamente una hora. El pregonero aludió al hecho de que, en su última actuación, el reloj del torreón tocó la hora antes de que terminase, algo que nunca antes había sucedido. Otra persona comentó que ya era coincidencia, porque acababa de volver de un distrito colindante donde el pregonero público se había quejado de la misma incongruencia.



Nadie le dio demasiadas vueltas al asunto más allá de la simple constatación que dimos por sentada. No fue hasta pocos días después, cuando llegó el rumor de una desviación similar entre el pregonero y el reloj de un tercer distrito, cuando se insinuó que aquellas discordancias podrían evidenciar un defecto en el mecanismo común a todos los relojes de los torreones, si bien era curioso que provocara que los relojes anduvieran más rápido en lugar de más despacio. Los relojeros investigaron los relojes de los torreones en cuestión, pero durante la inspección no pudieron discernir ninguna imperfección. De hecho, al compararlos con los artefactos que normalmente se emplean para tales propósitos de calibrado, se llegó a la conclusión de que todos los relojes de los torreones habían vuelto a marcar un ritmo perfecto.



Yo mismo encontré la cuestión interesante hasta cierto punto, pero estaba demasiado concentrado en mis propios estudios como para dedicar demasiada atención a otros temas. Era y soy estudiante de anatomía, y, a fin de proporcionar un contexto para mis acciones posteriores, hablaré brevemente de mi experiencia en este ámbito.



La muerte es poco común, por suerte, debido a que somos longevos, y los percances fatales son infrecuentes, pero eso dificulta el estudio de la anatomía, sobre todo teniendo en cuenta que los accidentes lo bastante graves como para provocar la muerte dejan los restos del difunto demasiado dañados para el estudio. Si los pulmones revientan estando llenos, la potencia explosiva puede partir en dos el cuerpo que los envuelve, rajando el titanio como si fuera hojalata. En el pasado, los anatomistas centraban su atención en las extremidades, que eran las partes más susceptibles de quedar intactas. Durante la primerísima lección de anatomía a la que asistí hace un siglo, el ponente nos enseñó un brazo cortado, con el revestimiento retirado para revelar la densa columna de varas y pistones del interior. Recuerdo vívidamente cómo, tras conectar sus cánulas arteriales al pulmón de pared que tenía en el laboratorio, fue capaz de manipular las varas impulsoras que sobresalían de la base del brazo destrozado, y en respuesta la mano se abrió y cerró a intervalos.



En el transcurso de estos años, nuestro campo ha avanzado hasta el punto de que los anatomistas son capaces de reparar extremidades dañadas y, ocasionalmente, unir de nuevo una extremidad amputada. Al mismo tiempo, hemos logrado estudiar la fisiología de la vida; yo he dado una versión de aquella primera lección que presencié, durante la cual abrí el revestimiento de mi propio brazo y dirigí la atención de mis alumnos hacia las varas que se contraían y extendían cuando movía los dedos.



A pesar de dichos avances, el campo de la anatomía conserva en su núcleo un gran misterio sin resolver: la cuestión de la memoria. Mientras que sabemos algo sobre la estructura del cerebro, su fisiología es tristemente difícil de estudiar dada la extrema fragilidad del mismo. Es típico en los casos de accidente fatal, cuando el cráneo queda fracturado, que el cerebro se escape en medio de una nube de oro, dejando poco más que filamentos y hojas en jirones en las que nada útil puede distinguirse. Durante décadas, la teoría predominante sobre la memoria fue que el conjunto de las experiencias de una persona estaba inscrito en láminas de papel de oro; eran estas láminas, desgarradas por el impacto, las que constituían la fuente de las diminutas escamas que se encontraban tras los accidentes. Los anatomistas recogían los pedazos de papel de oro, tan finos que la luz pasaba a través en tonos verdosos, y dedicaban años a la tentativa de reconstruir las láminas originales, con la esperanza de acabar descifrando los símbolos con los que las recientes experiencias de los fallecidos estaban inscritas.



Yo no suscribía esta teoría, conocida como la hipótesis de la inscripción, por la sencilla razón de que si todas nuestras experiencias estuviesen realmente inscritas, ¿por qué están incompletas nuestras memorias? Los defensores de la hipótesis de la inscripción propusieron una explicación para el olvido insinuando que con el tiempo las láminas de papel se desalineaban de la aguja que lee los recuerdos, hasta que las láminas más viejas se desviaban completamente del contacto con la misma, pero nunca me resultó convincente. Aunque no me costaba comprender el atractivo de dicha teoría; yo también había dedicado muchas horas a examinar las escamas de oro en el microscopio y era capaz de imaginarme lo gratificante que sería regular el botón de reajuste y ver cómo los símbolos legibles quedaban reenfocados.



Es más, ¿no sería maravilloso descifrar los más antiquísimos recuerdos de personas fallecidas, esas que el sujeto había olvidado? Ninguno de nosotros era capaz de recordar poco más que un centenar de años atrás, y los registros escritos —informes que nosotros mismos inscribíamos, pero de los que apenas guardábamos recuerdo— se remontaban sólo a unos cuantos centenares de años. ¿Cuántos años habíamos vivido antes del comienzo de la historia escrita? ¿De dónde veníamos? La promesa del descubrimiento de respuestas en nuestros propios cerebros es lo que hace la hipótesis de la inscripción tan seductora.



Yo era partidario de la escuela de pensamiento rival, que sostenía que nuestros recuerdos se almacenaban en algún medio en el que el proceso de borrado no era más complicado que el de inscripción: tal vez mediante la rotación de ciertos engranajes, o según la posición de una serie de interruptores. Esta teoría suponía que todo lo que habíamos olvidado estaba, de hecho, perdido, y que nuestros cerebros no contenían historias más antiguas que las que se encuentran en nuestras bibliotecas. Una ventaja de esta teoría era que explicaba mejor por qué, cuando se instalan pulmones en aquellos que han muerto por falta de aire, los resucitados no tienen recuerdos pero no carecen en absoluto de discernimiento: de alguna manera el shock de la muerte ha reseteado todos los engranajes o interruptores. Los inscribas declaraban que el shock se había limitado a desalinear las láminas de papel, pero nadie estaba dispuesto a matar a una persona viva, ni siquiera a un imbécil, a fin de dirimir el debate. Yo había concebido un experimento que podría permitirme determinar la verdad de una manera concluyente, pero era arriesgado y merecía una cuidadosa reflexión antes de ser llevado a cabo. Permanecí indeciso durante un larguísimo tiempo, hasta que oí más noticias sobre la anomalía de los relojes.



Llegó el rumor desde un distrito más lejano de que su pregonero público también había observado que el reloj del torreón tocaba la hora antes de que terminase su recital de año nuevo. Lo destacable del caso era que el reloj de este distrito empleaba un mecanismo diferente, un mecanismo según el cual las horas venían marcadas por el flujo de mercurio en un cuenco. Aquí no podía explicarse la discordancia por un fallo mecánico común. La mayoría de gente sospechaba que se trataba de un fraude, una broma perpetrada por malhechores. Yo tenía una sospecha distinta, más sombría y que no osaba pronunciar en voz alta, pero que resolvió mi forma de proceder; estaba dispuesto a llevar a cabo mi experimento.



La primera herramienta que construí fue de lo más simple: en mi laboratorio fijé cuatro prismas enmarcados en soportes y los alineé cuidadosamente de manera que las puntas formasen los ángulos de un rectángulo. Cuando estuvieron colocados así, un rayo de luz dirigido hacia uno de los prismas de abajo se reflejaba arriba, luego hacia atrás, abajo, y por último, de nuevo hacia delante en un cuadrilátero en bucle. Por consiguiente, cuando me sentaba con los ojos a la altura del primer prisma, obtenía una vista clara de la parte posterior de mi cabeza. Este periscopio solipsístico conformaba la base de todo lo que habría de venir.



Un dispositivo rectangular de engranajes accionables parecido permitía un desplazamiento de acción para acompañar al desplazamiento de visión facilitado por los prismas. El panel de engranajes accionables era mucho más grande que el periscopio y aun así relativamente sencillo desde el punto de vista de su diseño; por contraste, lo que iba acoplado al extremo de aquellos dos mecanismos era, con diferencia, más intrincado. Al periscopio le añadí un microscopio binocular montado en un armazón capaz de balancearse de lado a lado y de arriba abajo. A los engranajes accionables les añadí una serie de manipuladores de precisión, aunque esta descripción apenas hace justicia a aquellas cumbres del arte mecánico. Combinando la inventiva de los anatomistas y la inspiración proporcionada por las estructuras corporales que estudiaban, los manipuladores permitían al operador llevar a cabo cualquier tarea que normalmente habría realizado a mano, pero a una escala mucho más pequeña.



Armar todo este equipo me llevó meses, pero no podía permitirme menos meticulosidad. Una vez los preparativos estuvieron listos, fui capaz de colocar las manos en un nido de interruptores y palanquitas y controlar un par de manipuladores situados en mi nuca y usar el periscopio para ver sobre qué actuaban. A partir de ese momento sería capaz de diseccionar mi propio cerebro.



La sola idea ha de sonar a pura locura, lo sé, y de habérsela comunicado a cualquiera de mis colegas sin duda habrían tratado de detenerme. Pero no podía pedirle a nadie que se pusiera en peligro en nombre de la investigación anatómica, y dado que deseaba llevar a cabo la disección en persona, no me conformaría con ser simplemente el sujeto pasivo de dicha operación. La autodisección era la única posibilidad.



Cogí una decena de pulmones llenos y los interconecté por medio de un distribuidor. Encajé este ensamblaje bajo la mesa de trabajo ante la que me sentaría y ubiqué un dispensador para conectármelos directamente a las válvulas bronquiales del pecho. Esto me proporcionaría seis días de aire. En previsión de que no llegase a completar mi experimento dentro de dicho período había programado la visita de un colega cuando expirara el tiempo estipulado. Daba por hecho, sin embargo, que la única manera de que no hubiera acabado la operación en ese período sería haberme provocado la muerte.



Empecé por quitar la placa curvadísima que forma la parte posterior y superior de mi cabeza; luego las otras dos, curvadas más levemente, que forman los laterales. Sólo me dejé la placa facial pero estaba encajada en un soporte con abrazaderas, y no podía ver la superficie interior desde la atalaya de mi periscopio; lo que veía expuesto era mi propio cerebro. Consistía en más de una decena de subensamblajes, el exterior de los cuales aparecía recubierto de carcasas complicadamente moldeadas; colocando el periscopio cerca de las fisuras que las separaban, obtuve un prometedor atisbo de los fabulosos mecanismos de su interior. Incluso con lo poco que veía podía decir que aquél era el motor más hermosamente complejo que había contemplado, tan superior, con diferencia, a cualquier artefacto construido por el hombre que tenía que ser indiscutiblemente de origen divino. Aquel espectáculo era a un tiempo emocionante y vertiginoso, y lo paladeé desde una perspectiva estrictamente estética durante varios minutos antes de proceder con mis exploraciones.



Generalmente se conjeturaba que el cerebro estaba dividido en un motor ubicado en el centro de la cabeza que llevaba a cabo la cognición en sí, rodeado de una serie de componentes en los que se almacenaban los recuerdos. Lo que observé coincidía con esta teoría, dado que los subensamblajes periféricos parecían asemejarse entre ellos, mientras que el subensamblaje del centro parecía distinto, más heterogéneo y con más partes móviles. Sin embargo, la articulación de los componentes quedaba demasiado apretujada como para ver gran cosa de su funcionamiento; si pretendía aprender algo más necesitaría un punto de observación más cercano.



Cada subensamblaje contaba con un depósito de aire, alimentado por una cánula que se extendía desde un regulador en la base de mi cerebro. Centré el periscopio en el subensamblaje de más atrás y, utilizando los manipuladores remotos, desconecté rápidamente la cánula de desagüe e instalé una más larga en su lugar. Había practicado esta maniobra innumerables veces a fin de poder llevarla a cabo en cuestión de segundos; aun así, no estaba convencido de poder completar la conexión antes de que el subensamblaje agotara su depósito local. No continué hasta quedar convencido de que la operación del componente no había sido interrumpida; recoloqué la cánula más larga para obtener una vista mejor de lo que había en la fisura detrás de aquello: otras cánulas que lo conectaban con los componentes adyacentes. Utilizando el par de manipuladores más finos para introducirme en la grieta más estrecha, sustituí las cánulas una a una por las largas. Al final me abrí paso por el subensamblaje entero y sustituí cada conexión del resto de mi cerebro. Ahora era capaz de desencajar aquel subensamblaje del soporte que lo aguantaba y sacar la sección íntegra de lo que había sido la parte posterior de mi cabeza.



Sabía que era posible que hubiera dañado mi capacidad de pensar y que fuese incapaz de darme cuenta, pero unas pruebas aritméticas básicas sugirieron que me encontraba en perfecto estado. Con un subensamblaje colgando de un andamio más arriba, tenía ahora una mejor vista del motor cognitivo del centro de mi cerebro, pero no había espacio suficiente para introducir el accesorio del microscopio e inspeccionar de más cerca. Para poder examinar realmente los mecanismos de mi cerebro tendría que desplazar como mínimo media docena de subensamblajes.



Laboriosa, meticulosamente, repetí el proceso de sustitución de cánulas con otros subensamblajes, reposicionando dos de más atrás, dos de más arriba y otras dos de los laterales, suspendiendo las seis del andamio colocado sobre mi cabeza. Cuando acabé, mi cerebro parecía como una explosión congelada una fracción infinitesimal de segundo después de la detonación, y de nuevo sentí vértigo al pensar en ello. Pero finalmente el motor cognitivo quedó expuesto, soportado por un pilar de cánulas y engranajes accionables que continuaban tronco abajo. Ahora también tenía espacio para rotar mi microscopio en un radio de trescientos sesenta grados y pasear la vista por las facetas internas de los subensamblajes que había movido. Lo que vi fue un microcosmos de maquinaria áurea, un paisaje de diminutos rotores giratorios y compresores de pistones en miniatura.



Ante semejante panorama, me pregunté dónde estaba mi cuerpo. Los conductos que desplazaban mi visión y acción por la sala no eran en principio distintos de los que conectaban mis ojos y manos originales a mi cerebro. En lo que durase aquel experimento, ¿acaso no eran aquellos manipuladores, en esencia, mis manos? ¿Acaso no eran aquellas lentes de aumento en el extremo de mi periscopio, en esencia, mis ojos? Era una persona del revés, con el cuerpo diminuto, fragmentado, en el centro de mi propio cerebro distendido. En esta inconcebible configuración empecé a explorarme.



Dirigí mi microscopio hacia uno de los subensamblajes de memoria y comencé a examinar su diseño. No tenía expectativas de ser capaz de descifrar mis recuerdos, sólo pretendía adivinar el método por el cual se inscribían. Tal y como había predicho, no había resmas de láminas a la vista, pero para mi sorpresa tampoco vi paneles de ruedas dentadas ni interruptores. En lugar de eso, el subensamblaje parecía consistir casi exclusivamente en un panel de túbulos de aire. A través de los intersticios entre túbulos fui capaz de atisbar ondas propagándose por el interior del panel.



A base de una cuidadosa inspección y un aumento creciente de las lentes, distinguí que los túbulos se ramificaban en diminutos capilares de aire, entretejidos en una densa celosía de cables en los que se engastaban hojas de oro por medio de bisagras. Bajo la influencia del aire que se escapaba de los capilares, las hojas quedaban colocadas en una gran variedad de posiciones. No se trataba de interruptores en el sentido convencional, dado que su posición estaba a merced de las corrientes de aire, pero conjeturé que aquéllos eran los interruptores que había estado buscando, el medio en el que mis recuerdos se inscribían. Las ondas que había observado tenían que ser actos de memoria, a medida que una cadena de hojas se leía y se enviaba de vuelta al motor cognitivo.



Pertrechado con esta nueva comprensión, dirigí mi microscopio hacia el motor cognitivo. Aquí también observé una celosía de cables, pero éstos no contaban con hojas suspendidas en una posición; aquí las hojas se agitaban adelante y atrás casi demasiado rápido como para verlas. De hecho, prácticamente la totalidad del motor cognitivo parecía en movimiento, y consistía más en cuadrículas que en capilares de aire, y me pregunté cómo podía alcanzar el aire todas las hojas de oro de una manera coherente. Durante muchas horas escudriñé las hojas, hasta que me di cuenta de que estas mismas desempeñaban el papel de capilares; las hojas formaban conductos y válvulas temporales que existían el tiempo suficiente para redirigir el aire a otras hojas a su vez, y acto seguido desaparecían. Se trataba de un motor sujeto a una transformación continua, modificándose a sí mismo como parte de su funcionamiento. La cuadrícula no era tanto una máquina como una página en la cual la máquina era escrita, y en la cual la máquina misma escribía incesantemente.



Se podía decir que mi consciencia se codificaba en la posición de aquellas diminutas hojas, pero sería más preciso decir que se codificaba en el cambiante patrón de aire que afectaba a aquellas hojas. Al observar las oscilaciones de aquellas escamas de oro, vi que el aire no se limita, como siempre había dado por hecho, a proporcionar energía al motor que lleva a cabo nuestros pensamientos. Todo lo que somos es un patrón de flujo aéreo. Mis recuerdos estaban inscritos no como muescas sobre láminas ni en la posición de unos interruptores, sino como persistentes corrientes de argón.



En los instantes posteriores a la deducción de la naturaleza de aquel mecanismo en celosía, un torrente de intuiciones penetró en mi consciencia en rápida sucesión. La primera y más trivial fue la comprensión de por qué el oro, el más maleable y dúctil de los metales, era el único material del que podían estar hechos nuestros cerebros. Sólo la más finísima de las láminas podía moverse lo suficientemente rápido para mantener en funcionamiento semejante mecanismo, y sólo el más delicadísimo filamento podía hacerle las veces de bisagra. Por comparación, la viruta de cobre que levanta mi aguja según grabo estas palabras y que sacudo al acabar cada página es tan gruesa y pesada como chatarra. Aquello sí que era un medio en el que el borrado y el grabado podían llevarse a cabo con rapidez, mucho más que con ningún dispositivo de interruptores o ruedecillas.



Lo que quedó claro a continuación fue por qué instalar pulmones llenos en una persona que ha muerto por falta de aire no lo resucita. Las hojas de la celosía permanecen en equilibrio entre continuas bolsas de aire. Esta disposición les permite revolotear velozmente adelante y atrás, pero también significa que si el flujo de aire cesa en algún momento todo se pierde; las hojas al completo cuelgan a plomo en idéntica posición y se borran los patrones y las consciencias que representan. Reanudar el suministro de aire no puede recrear lo que se ha desvanecido. Éste era el precio de la velocidad; un medio más estable para almacenar patrones supondría que nuestras consciencias operarían mucho más lentamente.



Fue entonces cuando percibí la solución a la anomalía de los relojes. Vi que la velocidad de movimiento de aquellas hojas dependía de que el aire las soportara; con suficiente flujo de aire, las hojas podían moverse casi sin fricción. Si se movían más despacio era porque estaban siendo sometidas a más fricción, cosa que sólo podía suceder si las bolsas de aire que las soportaban eran más finas y el aire que fluía a través de la celosía se movía con menos fuerza.



No es que los relojes de los torreones marchen más rápido. Lo que está sucediendo es que nuestros cerebros van más lento. Los relojes de los torreones funcionan mediante péndulos, cuyo tempo jamás varía, o por medio de un flujo de mercurio que pasa por un tubo y que nunca cambia. Pero nuestros cerebros dependen de la circulación del aire, y cuando ese aire fluye más despacio, nuestros pensamientos se ralentizan, haciendo que nos parezca que los relojes van más rápido.



Había temido que nuestros cerebros se estuviesen volviendo más lentos, y fue esta posibilidad lo que me empujó a emprender mi autodisección. Pero daba por hecho que nuestros motores cognitivos —si bien propulsados a base de aire— tenían a fin de cuentas una naturaleza mecánica, y que cierto aspecto del mecanismo se estaba deformando gradualmente por agotamiento, y que ésta era la causa de la ralentización. Esto habría sido nefasto, pero al menos había esperanzas de que pudiésemos reparar el mecanismo y restaurar la velocidad de funcionamiento original de nuestros cerebros.



Pero si nuestros pensamientos eran simplemente patrones de aire más que movimientos de ruedas dentadas, el problema era mucho más grave, porque ¿qué podía estar provocando que el aire que fluía a través del cerebro de cada persona se moviese a una velocidad menor? No podía ser una disminución de la presión de nuestras estaciones de llenado; la presión de aire en nuestros pulmones es tan alta que debe ir reduciéndose por medio de una serie de reguladores antes de llegar a nuestros cerebros. La disminución de la fuerza, según vi, debía proceder de la dirección contraria: la presión de la atmósfera que nos rodea estaba aumentando.



¿Cómo podía ser? Tan pronto como se formuló la pregunta se hizo patente la única respuesta posible: la altura de nuestro cielo no podía ser infinita. En algún punto más allá de los límites de nuestra visión, el muro de cromo que rodea nuestro mundo tenía que curvarse hacia dentro formando una cúpula; nuestro universo es una cámara sellada más que un pozo abierto. Y el aire se está acumulando paulatinamente dentro de esta cámara, hasta que iguale la presión del reservorio subterráneo.



Por eso, al principio de esta grabación, he dicho que el aire no es la fuente de la vida. El aire no puede crearse ni destruirse; la cantidad total de aire del universo permanece constante, y si el aire fuera lo único que necesitáramos para vivir, jamás moriríamos. Pero en realidad la fuente de la vida es una diferencia en la presión del aire, el flujo de aire desde espacios donde es más denso hacia otros donde es más ligero. La actividad de nuestros cerebros, el movimiento de nuestros cuerpos, la acción de cada una de las máquinas que hemos creado, los determina el movimiento del aire, la fuerza ejercida cuando distintas presiones buscan el equilibrio entre ellas. Cuando la presión sea la misma en todo el universo, todo el aire quedará inmóvil e inservible; un día estaremos rodeados de aire inmóvil y seremos incapaces de sacarle ningún provecho.



En realidad no estamos consumiendo aire. La cantidad de aire que extraigo de cada par de pulmones diarios es exactamente la misma que se escapa por las junturas de mis extremidades y los cierres de mi revestimiento, exactamente la misma que añado a la atmósfera que me rodea; lo único que estoy haciendo es convertir aire a altas presiones en aire a bajas presiones. Con cada movimiento de mi cuerpo contribuyo al igualamiento de la presión en nuestro universo. Con cada pensamiento acelero la llegada del equilibrio fatal.



De haber llegado a esta comprensión en otras circunstancias, habría pegado un salto de mi silla y me habría echado a correr por las calles, pero dada mi situación en aquel momento —el cuerpo encajado en un soporte con abrazaderas, el cerebro suspendido en medio del laboratorio— me resultaba imposible. Veía las hojas de mi cerebro revoloteando más rápidamente ante el tumulto de mis pensamientos, que a su vez incrementaban mi agitación por encontrarme sujeto e inmovilizado de aquella manera. En aquel momento, el pánico podría haberme llevado a la muerte, un paroxismo de pesadilla motivado por estar atrapado y dando bandazos fuera de control simultáneamente, forcejeando contra las abrazaderas hasta que se me acabara el aire. Fue más una cuestión de suerte que de intención el que mis manos ajustaran los controles para desviar mi mirada periscópica de la celosía, de manera que lo único que pudiese ver fuera la superficie plana de mi mesa de trabajo. Dispensado así de tener que ver y aumentar mis propios temores, fui capaz de calmarme. Cuando recuperé algo de compostura, emprendí el tedioso proceso de reensamblarme. Finalmente, restablecí mi cerebro a su configuración compacta original, me reconecté las placas de la cabeza y me liberé de las abrazaderas del soporte.



Al principio los demás anatomistas no me creyeron cuando les conté lo que había descubierto, pero a lo largo de los meses que siguieron a mi autodisección inicial, cada vez más y más fueron convenciéndose. Se realizaron más exámenes de cerebros, se tomaron más mediciones de la presión atmosférica, y se descubrió que los resultados confirmaban mis afirmaciones. La presión ambiental del aire de nuestro universo estaba aumentando realmente, y como resultado, ralentizando nuestros pensamientos.



Hubo un pánico generalizado en los días que siguieron a aquella revelación, cuando la gente contempló por primera vez la idea de que la muerte era inevitable. Muchos exigieron una reducción estricta de las actividades a fin de minimizar la densificación de nuestra atmósfera; las acusaciones de malgastar aire desembocaron en furibundas peleas y, en algunos distritos, en muertes. Fue la vergüenza por haber causado aquellas muertes, junto con el recordatorio de que faltaban muchos siglos aún para que la presión de nuestra atmósfera se igualara a la del reservorio subterráneo, lo que facilitó que el pánico remitiese. No tenemos la seguridad de cuántos siglos se necesitarán; se están llevando a cabo y debatiendo mediciones y cálculos adicionales. Mientras tanto hay mucha discusión sobre cómo deberíamos pasar el tiempo que nos queda.



Una secta se consagró al objetivo de revertir el igualamiento de la presión y encontró muchos adeptos. Los ingenieros que la formaban construyeron un artefacto que extraía aire de nuestra atmósfera y lo inoculaba en un volumen menor, un proceso que llamaron compresión. El artefacto restablecía la presión que tenía originalmente el aire del reservorio, y estos Reversionistas anunciaron emocionados que constituiría la base de un nuevo tipo de estación de llenado que, con cada pulmón que rellenase, revitalizaría no sólo a los individuos sino el mismísimo universo. Ay, pero un examen más detenido del artefacto reveló su funesto defecto. El artefacto en sí se alimentaba de aire del reservorio, y por cada pulmón relleno de aire que producía, consumía no sólo un pulmón entero sino un poco más. No revertía el proceso de igualamiento sino que, como todo lo demás en el mundo, lo agravaba.



Aunque algunos de sus adeptos desistieron, desilusionados, tras este revés, los Reversionistas en cuanto que grupo siguieron resueltos y empezaron a proyectar diseños alternativos en los que el compresor se alimentaba por medio del desenroscado de muelles o un sistema de pesas. Estos mecanismos no prosperaron. Cada muelle comprimido representa aire liberado por la persona que lo enroscó; cada peso suspendido a una altura superior a la del nivel de la superficie terrestre representa aire liberado por la persona que lo elevó. No existe ninguna fuente de energía en el universo que no derive en última instancia de una diferencia en la presión del aire, y no puede existir ningún artefacto cuyo funcionamiento no reduzca, al equilibrarse, dicha diferencia.



Los Reversionistas continúan con su labor, confiados en que un día construirán un artefacto que genere más compresión de la que usa, una fuente de energía perpetua que restablecerá el vigor perdido del universo. No comparto su optimismo; creo que el proceso de nivelación es inexorable. Al final todo el aire de nuestro universo quedará distribuido equitativamente, incapaz de accionar un pistón, hacer girar un rotor o voltear una lámina de oro. Será el fin de la presión, el fin de la fuerza motriz, el final del pensamiento. El universo habrá alcanzado un equilibrio perfecto.



A algunos les resulta irónico el hecho de que un estudio de nuestros cerebros nos haya revelado no los secretos del pasado sino lo que nos espera en el futuro en última instancia. Sin embargo, mantengo que en realidad hemos aprendido algo importante sobre el pasado. El universo comenzó como una enorme bocanada de aliento contenido. Quién sabe por qué, pero sea cual sea la razón, me alegro de que así fuera, porque debo mi existencia a ese hecho. Todos mis deseos y reflexiones no son ni más ni menos que remolinos generados por la exhalación paulatina de nuestro universo. Y hasta el momento en que esta gran exhalación termine, mis pensamientos proseguirán.



Para que nuestros pensamientos puedan continuar tanto tiempo como sea posible, los anatomistas y mecánicos están diseñando repuestos para nuestros reguladores cerebrales, capaces de incrementar paulatinamente la presión del aire dentro de nuestros cerebros y mantenerla ligeramente más alta que la presión atmosférica ambiental. Una vez se instalen, nuestros pensamientos continuarán más o menos a la misma velocidad aun cuando el aire se espese a nuestro alrededor. Al final la presión diferencial caerá a tales niveles que nuestras extremidades se debilitarán y nuestros movimientos se irán volviendo cada vez más pesados. Tal vez entonces tratemos de ralentizar nuestros pensamientos para que el letargo físico nos resulte menos obvio, pero eso también provocará que los procesos externos se nos antojen acelerados. El tictac de los relojes se elevará a un castañeteo a la par que sus péndulos se balancean frenéticamente; cuando caiga un objeto se estampará contra el suelo como impulsado por muelles; las ondulaciones agitarán los cables como el restallar de un látigo.



En algún momento nuestras extremidades dejarán de moverse del todo. No estoy seguro acerca de la secuencia precisa de los acontecimientos que precederán al final, pero imagino un escenario en el que aún podamos seguir pensando, de manera que permanezcamos conscientes pero congelados, inmóviles como estatuas. Quizá podamos seguir hablando durante algún tiempo, porque nuestras cajas de voz funcionan con un diferencial de presión menor que las extremidades, pero, sin la posibilidad de acudir a una estación de llenado, cada palabra pronunciada reducirá la cantidad de aire necesaria al pensamiento y nos acercará al momento en que nuestros pensamientos cesen. ¿Qué será preferible, permanecer mudos para prolongar nuestra capacidad de pensar o hablar hasta el último momento? No lo sé.



Quizá unos pocos, en los días previos a dejar de movernos, seamos capaces de conectar nuestros reguladores cerebrales directamente a los dispensadores de las estaciones de llenado, sustituyendo efectivamente nuestros pulmones por el pulmón colosal del mundo. Si es así, esos pocos serán capaces de permanecer conscientes hasta los últimos instantes antes de que toda la presión se iguale. La última partícula de presión atmosférica restante en nuestro universo se gastará en cursar el pensamiento consciente de una persona.



Y entonces nuestro universo quedará en un estado de absoluto equilibrio. Toda vida y pensamiento cesarán y, con ellos, el tiempo mismo.



Pero conservo una leve esperanza.



Aun cuando el nuestro sea un universo cerrado, quizá no es la única cámara de aire en la infinita extensión de cromo sólido. Especulo con la posibilidad de que exista otra bolsa de aire en alguna parte, otro universo además del nuestro que sea incluso mayor en volumen. Es posible que este universo hipotético cuente con la misma presión atmosférica que el nuestro o incluso con una más alta, pero supongamos que tuviera una presión mucho menor, quizá incluso un auténtico vacío.



El cromo que nos separa de este supuesto universo es demasiado denso y demasiado duro como para perforarlo, así que no hay modo de llegar a él por nuestra cuenta, no hay manera de purgar el exceso de atmósfera de nuestro universo y recuperar así fuerza motriz. Pero fantaseo con que ese universo adyacente cuente con sus propios habitantes, con mayores facultades que nosotros. ¿Y si ellos fueran capaces de crear un conducto entre los dos universos e instalar válvulas para liberar aire del nuestro? Podrían usar nuestro universo como reservorio, colocando dispensadores con los que podrían rellenar sus pulmones, y utilizar nuestro aire como una forma de impulsar su propia civilización.



Me anima imaginar que el aire que un día me alimentó a mí pueda alimentar a otros, creer que el aliento que me permite grabar estas palabras pueda un día fluir a través del cuerpo de otro. No me engaño pensando que esto podría ser una manera de vivir de nuevo, porque yo no soy ese aire, yo soy el patrón que asumió temporalmente. El patrón que soy yo, los patrones que son el mundo entero en el que vivimos, habrán desaparecido.



Pero tengo una esperanza incluso más leve: no sólo que esos habitantes usen nuestro universo como reservorio, sino que una vez lo hayan vaciado de su aire, sean capaces un día de abrir un pasaje y entrar realmente en nuestro universo como exploradores. Deambularán por nuestras calles, verán nuestros cuerpos congelados, rebuscarán entre nuestras posesiones y se preguntarán por las vidas que llevamos.



Ésa es la razón por la que he escrito este informe. Tú, espero, eres uno de esos exploradores. Tú, espero, encontraste estas hojas de cobre y descifraste las palabras grabadas en su superficie. E independientemente de que tu cerebro funcione impelido por el aire que impelió el mío o no, por medio del acto de leer estas palabras, los patrones que forman tus pensamientos se vuelven una imitación de los patrones que un día formaron los míos. Y de esta manera vivo de nuevo a través de ti.



Tus camaradas exploradores habrán encontrado y leído otros libros que dejamos, y por medio de la acción combinada de vuestras imaginaciones, mi civilización al completo vive de nuevo. Mientras recorréis nuestros silenciosos distritos, imaginadlos como fueron: con los relojes de los torreones tocando las horas, las estaciones de llenado atestadas de vecinos cotilleando, los pregoneros recitando versos en las plazas públicas y los anatomistas dando conferencias en las aulas. Visualizad todo esto la próxima vez que miréis el mundo congelado que os rodea, y en vuestras mentes, volverá a ser animado y vivaz.



Te deseo lo mejor, explorador, pero me pregunto: ¿Acaso os espera el mismo destino que me aguardó a mí? No puedo sino imaginar que así es, que la tendencia hacia el equilibrio no es un rasgo peculiar de nuestro universo, sino inherente a todos los universos. Quizá esto sólo sea una limitación de mi pensamiento, y tu gente haya descubierto una fuente de presión verdaderamente eterna. Pero aquí mis especulaciones ya son demasiado fantasiosas. Daré por hecho que un día vuestros pensamientos también cesarán, aunque no puedo desentrañar cuán lejos en el futuro pueda ser. Vuestras vidas terminarán igual que terminaron las nuestras, igual que han de terminar las de todos. Independientemente de lo que tarde, al final se alcanzará el equilibrio.



Espero que no os entristezca esta constatación. Espero que vuestra expedición fuera más que una búsqueda de otros universos utilizables como reservorios. Espero que os motivase un deseo de conocimiento, un ansia de ver qué puede surgir de la exhalación de un universo. Porque si la duración de un universo es calculable, no lo es la variedad de vida que se genera. Los edificios que hemos levantado, el arte, la música y los versos que hemos compuesto, las vidas que hemos llevado: nada de eso pudo predecirse, porque nada de eso era inevitable. Nuestro universo pudo haberse deslizado hasta el equilibrio emitiendo poco más que un silencioso siseo. El hecho de que engendrase tanta plenitud es un milagro, un milagro sólo comparable al hecho de que vuestro universo os originara a vosotros.



Aunque cuando lees esto llevo mucho tiempo muerto, explorador, te dirijo unas palabras de despedida. Contempla la maravilla que constituye la existencia, y alégrate de disfrutar de esa posibilidad. Siento que tengo derecho a decirte esto porque, mientras grabo estas palabras, estoy haciendo eso mismo.

End of Exhalación
Return to Exhalación






Reviews